Juan Aguzzi
Se puede ser actor o actriz de diferentes maneras, pero hay una que redimensiona la figura del que actúa en las tablas o frente a cámara y que podría definirse como física, ese modo que tienen algunas y algunos de sentar su presencia más allá de un guion dudoso o un tratamiento o relatos fallidos. El actor o la actriz físicos, los que exhuman una corporalidad que no está necesariamente ligada a la belleza, pero sí a una forma determinada de mirar, de moverse, de gesticular, son aquellos que traspasan las modalidades del tiempo y se fijan en el imaginario de los espectadores, justamente, de cualquier tiempo y lugar. ¿O qué joven sub20 no se subyugaría contemplando al Travis Bickle de Robert De Niro mientras se pasea en su taxi observando la ciudad caliente y luciendo su corte mohicano en Taxi Driver?
El británico Terence Stamp –quien se dedicó al cine luego de unas primeras actuaciones en teatro junto a Michael Caine, de quien dijo haber aprendido bastante– pertenece a esa clase de actores, de esos que evitan ser idénticos a sí mismos y se afanan por dar un toque extra a sus personajes y que, aunque no hicieran esto último, resultarían igual de eficaces. Los memoriosos recordarán algunos de los primeros títulos a partir de los cuales se conocería a ese rubio seductor que bien empleaba esa mixtura entre ingenua y misteriosa que emanaba de su porte y desplegaba su mirada siempre magnética, siempre penetrante.
Stamp fue el marinero Billy Bud, acusado de matar a un superior del barco en el que viajan en la película del mismo nombre basada en la nouvelle de Hermann Melville, que en el mundo hispanoparlante se conoció como La fragata infernal (Billy Bud, 1962), el debut detrás de las cámaras del actor Peter Ustinov. Allí, con 24 años, compone perfectamente a un joven de 19, tímido pero capaz de llegar hasta las últimas consecuencias para preservar su lugar en el mundo. Esa actuación le valió una nominación al Oscar como secundario y un Globo de Oro al actor revelación más prometedor.
También encarnó al afiebrado coleccionista de mariposas en El coleccionista (1965), del ya veterano William Wyler, un trabajo donde ya comienza a ejercer algunas de las dotes que caracterizarían su carrera. Se trata de su primer villano en el cine, animado por una solvencia distintiva en su aura romántica y su sensibilidad, pese a tratarse de un secuestrador y un psicópata. El cariz perturbador de ese personaje capaz de atravesar cualquier barrera moral con tal de conseguir su objetivo, ya lo definía como un actor cautivante.
Poco después vendría Lejos del mundanal ruido (1967), de John Schlesinger, una adaptación de la novela homónima de Thomas Hardy, donde comparte cartel con la incomparable Julie Christie. Es quien compone al vil y sádico sargento Troy en una historia ambientada en la Inglaterra rural del siglo XIX, donde las distinciones de clase y los códigos sociales inflexibles diseñaban las relaciones entre sus personajes. Alejados del mundanal ruido, se enredaban en problemas amorosos de los que era difícil escapar. El film no hace demasiado honor a la novela de Hardy, donde los perfiles de los protagonistas están más profundamente delineados, pero la performance de Stamp y el cortejo que lleva adelante con Christie legitiman su visión.
Ángel o demonio
En 1968, sería parte de un film de tres episodios que dirigirían Federico Fellini, Louis Malle y Roger Vadim, que se tituló Historias extraordinarias y adapta tres cuentos de Edgard Alan Poe. Por primera vez dirigido por un realizador italiano, Fellini, Stamp se pone en la piel de Toby Dammit (así se llama el mediometraje), un actor de la escuela clásica inglesa que viaja a Roma para rodar un western spaghetti por cuya retribución recibirá un vehículo Ferrari. Versión libre del cuento vagamente satírico Nunca apuestes tu cabeza al diablo (1841,E. A. Poe), Dammit es un alcohólico empedernido que comienza a tener visiones de una tenebrosa niña que hace rodar una gran pelota blanca. Durante una fiesta del mundo del cine, se emborracha hasta perder la cabeza, pero una mujer deslumbrante lo rescata prometiéndole estar a su lado si así lo decide. Dammit pronuncia un discurso y luego se marcha tras recibir la Ferrari prometida hacia lo que será un destino anunciado.
Es a partir de este rol que Stamp tiene un reconocimiento mundial –Fellini ya es un director aclamado e incluso tentará al británico para su siguiente película Satyricon, sin resultado– puesto que su composición de Dammit es magnífica, una creación casi lírica de la destrucción de un hombre que no puede con sus deseos y ambiciones, siempre en tensión con una realidad a punto de aplastarlo. Esa actuación es la antesala de una de las más gloriosas de su trayectoria, la que hace para Teorema (1968), esa exploración despiadada que Pier Paolo Pasolini hace sobre el vacío espiritual de la clase burguesa italiana. Stamp da vida al enigmático desconocido –ángel o demonio, da lo mismo–, que se descuelga un día en la fastuosa casa de un industrial milanés y va seduciendo irremediablemente a cada uno de sus miembros en un relato impúdico que coquetea con cierto misterio metafísico. La inquietante presencia del visitante en ese tour de forcé para subvertir la vida de esa familia y bajar los decibeles de su inútil existencia, es formidable. Stamp le imprime una ambigüedad que parece trascender la experiencia de los encuentros y cruzar una temporalidad, pura fisicidad que le llaman. Además de alabar su actuación la prensa especializada se detendría en sus “desgarradores» ojos azules y en su alborotado cabello rubio cayendo sobre su frente ante cada instancia disruptiva de su personaje.
Monje budista
Sin embargo, ese talento en alza de Stamp pareció oscurecerse en la década siguiente, los 70, donde no aplicó para el rol de James Bond (Sean Connery sería el elegido), que podría haber sido una oportunidad nada desdeñable como lo contó en su momento en una entrevista de la BBC mucho después. “No me convencía demasiado el personaje, pero creo que lo hubiera hecho bien, y además era una forma de estar en una vidriera mundial, lo que seguramente me hubiera traído otros trabajos”, dijo. Pero no fue así y más tarde recordaría esa época del siguiente modo: “Estaba en mi mejor momento pero cuando terminaron los años sesenta parecía que estaba acabado. Recuerdo que mi agente me decía que buscaban a un joven Terence Stamp y yo no podía creerlo porque apenas pasaba los treinta”. Así concluía una etapa de su carrera, tal vez la más exitosa, junto al fogoso romance que tuvo con la súper modelo Jean Shrimpton, de la que dijo haber estado enamorado siempre.
Para paliar semejante situación, Stamp optó por hacer un retiro en India, se consagró como monje budista y hasta pensó seriamente en abandonar su carrera actoral. Ese viaje ratificaba al actor como un fiel representante de una época de búsquedas espirituales que solían tener al universo hindú como destino obligado para quienes necesitaban arrancar de nuevo. Lo cierto es que Stamp pasó más de siete años alejado de la industria cinematográfica y recién en 1978 consiguió un papel en una gran producción. Le ofrecieron hacer del general Zod, uno de los villanos intergalácticos en Superman 2 (1980, Richard Donner) y Stamp aceptó la propuesta porque, según confió, quería trabajar con Marlon Brando quién interpretaba a Jor-El en la película protagonizada por Christopher Reeves. “Ya me acostumbré a interpretar a tipos duros. En el arco de mi trayectoria se puede decir que estuve sin trabajo buena parte de los años setenta. En ese momento me dediqué a viajar y llegué al punto en que pensé que ya no me iban a llamar más. Pero lo hicieron”, detalló el actor en un reportaje con el sitio Indiewire en 2013.
Ese regreso no fue en los términos que el actor había experimentado en los sesenta. En esa misma nota explicó su experiencia encarnando al villano en la película sobre el hombre de acero: “…Ya no me veía a mí mismo como un protagonista. Lo que me sucedió internamente me permitió aceptar el papel del villano sin sentirme avergonzado o deprimido. Simplemente decidí que a partir de ese momento yo era un actor de carácter. Creo que los años ejercitándome como monje me lo permitieron”.
Ojos todavía celestes
Durante los ochenta, Stamp trabajaría tanto en Gran Bretaña como en Estados Unidos, sobre todo en papeles secundarios –en los que de todos modos sobresalía, su sola presencia agregaba un plus a cualquier título– y en films malogrados como El siciliano (1987, Michael Cimino) o Wall Street (1987, Oliver Stone), entre otros, hasta que en 1994 compuso a una intrépida artista drag queen en el film australiano Las aventuras de Priscilla, reina del desierto, dirigido por Stephan Elliott. Ese rol lo pondría nuevamente en escena porque la película funcionó muy bien y porque con su personaje rescataba muchos de los recursos de su mejor época, esta vez con una estatura acorde a los tiempos que corrían y una distancia irónica admirable.
Ese papel le consiguió nominaciones a los premios Bafta y Globo de Oro, que un poco después derivarían en el notable villano –y tal vez el último trabajo bueno para este cronista– que compuso en Vengar la sangre (The Limey, 1999, Steven Soderbergh). Rodada en España y con John Hurt como coprotagonista, Stamp encarnará a un hombre que luego de cumplir una larga condena emprende la búsqueda del asesino de su amada hija; el relieve que presta a su inglés de origen proletario que resuelve las cosas a su modo y con toda la determinación de que es capaz, enfrentándose a un yanqui rico y de prácticas indeseables, es sensacional. La propuesta, embanderada en el thriller, está entre las mejores del realizador norteamericano, pero además Stamp le calza un relieve difícil de olvidar en sus gestos hieráticos y en esos ojos todavía celestes orbitando en una mirada filosa e intimidatoria.
Dúctil, permeable a los géneros, la mayoría de las actuaciones de Terence Stamp capturaron los matices de la desesperación, el misterio, la osadía, la redención, casi como alguien moviéndose en un medio a fuerza de imponer su propia energía, casi siempre elegante, construida con determinación y audacia. Un actor físico enfrentando desafíos y consciente de la necesidad de sostener su estándar creativo y creyendo que ante cualquier actuación debía entregarse incondicionalmente. El ya legendario Terence Stamp moría en Londres, a los 87 años, hace un par de días.